Barcelona, 1960-1991 Madurez pictórica
A partir de los años sesenta, su estilo se había empezado a volver cada vez más personal y libre. Ya en los setenta, su técnica habitual, el óleo sobre lienzo, poco a poco dará paso al óleo sobre papel, en el que desarrollará de forma aún más personal su obra de la última etapa. El mar y la luz mediterránea cobrarán también un gran protagonismo.
Con su obra La casa roja (1968) gana el Premio Sant Jordi, compartido con Ignasi Mundó. Sobre esta etapa creativa, escribe Alcaine: En su obra madura fue deshaciéndose, al menos parcialmente, el componente clasicista que la caracterizó y mediante una amplia temática en la que menudea el paisaje de diversa índole, la marina (Barcas), el retrato (Mercedes Rodríguez Aguilera) o el bodegón (Bodegón con figura) hallamos un nuevo tratamiento plástico, una nueva poética ahora de indefinidos perfiles que siempre dentro de la figuración puede ironizar sobre el mito (Las Tres Gracias, Venus de merienda), exhibir rostros de naturaleza expresionista (Grupo de cazadores) o bañar las escenas en una atmósfera surreal (Los sombreros)14. Con motivo de una exposición individual que celebró la Galería Biosca en 1971, Rodríguez Aguilera hablaba de ella en los siguientes términos:
Tu obra de ahora ya no es aquella obra inicial, sino algo más reposado, más maduro, más denso, más pro pio de las paredes de las viejas casas señoriales o de los museos antiguos. El mundo de tus referencias puede ser el mismo: los objetos familiares o interiores de un bodegón, el paisaje que especialmente nos ha sorprendido, el retrato, el cazador, el pastor, una manada de cabras... Pero ahora todo está visto y traducido de otro modo. Ahora todo surge de unos espacios plásticamente tratados de manera minuciosa y reposada. Todo se asienta con una vitalidad que parece más duradera. Hay una luz brumosa, en cierto modo mágica, que lo envuelve todo”.[1]
Seguirá haciendo retratos por encargo, una tarea que realizó sin la pasión y empeño que confería al resto de su obra, salvo por los retratos a su hija y otros como los excepcionales de su hermano Luis o de Lili Álvarez. Le daba pereza pintar manos y pequeños detalles. Cuando la veíamos pintar, empezaba a trabajar la base del lienzo o papel sin saber cuál sería el resultado final. Lo apartaba un tiempo y volvía, hasta que aparecían figuras o formas y la obra tomaba cuerpo. Era un proceso totalmente improvisado, a diferencia de sus obras de épocas anteriores, más académicas. En una entrevista en 1967 le preguntan: “¿Qué es lo que más le preocupa de su obra?” Y contesta: “La materia, la calidad pictórica”. Pregunta: “¿Pinta usted sobre una idea premeditada?”, “No, las ideas surgen del subconsciente la mayor parte de las veces. Y mi subconsciente puede más que yo. [...] No tengo método para trabajar, ni siquiera para calcular lo que tardo en realizar una obra, surge en un momento o en varios días indistintamente”[2].
En Barcelona, Rosario siguió siendo deportista. El tenis dio paso al golf, al que jugaba con su marido Javier; primero en el Prat, luego en Sant Cugat y, finalmente, en Sitges. Pero lo que realmente apasionaba a Rosario era caminar por la montaña, afición que compartía con su marido, socio del Centre Excursionista de Catalunya.
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[1] Cesáreo Rodríguez Aguilera, Catálogo de la exposición Rosario de Velasco, Madrid, Galería Biosca, del 11 al 30 de enero, 1971, s/p.
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[2] María Dolores Muñoz, “Rosario de Velasco. La inspiración está en uno mismo”, entrevista en la sección “La mujer y su obra”, en Diario de Barcelona, 16 de mayo de 1967, p. 22.